Peregrinación Diocesana a Roma
Seminario en Roma
Del 28
de marzo al 1 de abril hemos estado en “La ciudad eterna”, Roma. Hemos sido
parte de la peregrinación diocesana y ha sido una experiencia inolvidable y
maravillosa. ¡Nos lo hemos pasado muy bien! No sólo porque para todos nosotros,
salvo para D. José y D. José Luís, era la primera vez que la visitábamos, sino
porque hemos disfrutado de la compañía de unas personas fantásticas,
especialmente de nuestro obispo, D. Julián, que nos ha atendido y cuidado como
un padre.
Una muestra de esa atención y cuidado se concretó en conseguirnos unos pases especiales para la Audiencia del Papa. Cuando llegamos a nuestros asientos nos sorprendimos de lo cerca que íbamos a estar de él. Cuando D. Julián se acercó para saludarlo y hablarle brevemente sobre nuestra Diócesis y sus sacerdotes, el Papa le preguntó: "¿Y los seminaristas?". D. Julián le respondió: "Ahí están". Y ambos se giraron hacia donde estábamos y nos saludaron (foto). Se le ve igual que en la tele, pero pudimos ver lo que la tele no enseña: tras terminar la Audiencia, se queda casi una hora saludando a la gente. Las personas abandonan la plaza, se abren las puertas de la Basílica de San Pedro, todo retoma su pulso normal y mientras él sigue saludando y hablando con las personas. No tiene prisa, pero se le nota cansado. Se nota que lo hace para mostrar una Iglesia cercana, sabiendo que la gente necesita sentirle cercano, pero también que lo hace sin forzarse, que es parte de su carácter y que está integrado en su forma de ser y servir.
Todo lo
que la historia ha dejado en Roma impacta: desde las ruinas de la Roma antigua
hasta los edificios construidos tras la unificación de Italia pasando por el
esplendor artístico del Renacimiento y la arquitectura barroca. En cada rincón
se descubre una obra de arte. Cada iglesia te sobrecoge con su belleza. Sin
querer te tropiezas con algo digno de admirar. Es imposible calcular cuánto
tiempo llevaría ver todo lo que Roma ofrece.
Y este
es, a la vez, el gran peligro de Roma. A uno le entran tantas ganas de ver, de
conocer,… hay tantas cosas que ver, hay que ir tan rápido para ver lo más
posible que uno puede dejar de aprovechar las grandiosas oportunidad
espirituales que se le ofrecen en Roma. Uno puede no darse cuenta de que sus
rodillas y sus manos están en el mismo lugar en el que hace unos 2000 años estuvieron
los pies (y quizás hasta la sangre) del Señor (Escalera Santa). Uno puede no
percatarse de que unos pocos metros bajo él o hacia delante están los restos de
gigantes espirituales y referentes ineludibles para nuestra fe y nuestra Iglesia
(San Pedro, San Pablo, San Ignacio de Loyola, san Juan XXIII, san Juan Pablo
II, beato Pablo VI, san Francisco Javier, etc.). Uno puede no percibir que los
trozos de lápida que ve y que puede tocar con su mano hace 1800 años guardaron
la memoria de cada uno de los cristianos enterrados en las catacumbas, que allí
abajo se celebraron las primeras eucaristías (de un modo no tan diferente al
que las celebramos nosotros) y que continuaron celebrándose durante varios
siglos, escuchando y recogiendo aquellas paredes las oraciones de cientos de
miles (probablemente millones) de personas cristianas que vivían su fe de tal
manera que no les importaba tener que celebrarla a varios metros bajo el suelo,
con la luz de lámparas de aceite, frío y humedad y sabiendo que al salir les
esperaba la persecución y quizás la muerte.
Además,
Roma puede hacerle a uno “perder la cabeza”. Uno puede olvidarse de la realidad
que le espera a su regreso. Puede confundirse y desear que todos los lugares
fueran como Roma. Puede quedarse en la belleza y esplendor de las esculturas,
los cuadros, las fuentes, los edificios y las celebraciones litúrgicas y perder
de vista la belleza y sencillez que Dios nos mostró en su Hijo. En Roma uno
puede olvidarse de los pobres, de los migrantes, de los refugiados, de los
enfermos, de los abandonados, de las personas con rostro, nombre, apellidos e
historia, de las personas que necesitan de otra persona: Jesucristo. En Roma
uno puede olvidarse de que ser cristiano es llevar, mostrar esa Persona a todas
esas personas.
Gracias
a Dios, nosotros eludimos (casi siempre) esos peligros y siempre recuperamos
nuestra cabeza, no se nos quedó allí. Damos gracias a Dios y a nuestra madre,
la Diócesis de León, por habernos regalado esta oportunidad y esta experiencia.
Pinchando
en el siguiente enlace podéis acceder a nuestro álbum de fotos: https://drive.google.com/folderview?id=0B_I5DSt7oQAaRlB2ZnVMNDZYMzQ&usp=sharing
Etiquetas: EXPERIENCIAS, PAPA FRANCISCO, REFLEXIONES
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